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Riesgo y Fracaso

Artículo de Enrique Martín

Publicado por opoveda
miércoles, 29 de enero de 2014 a las 13:20

DURANTE los últimos años de las Guerras Púnicas, Catón el Censor acaba todos sus discursos en el Senado romano con la advertencia “Delenda est Carthago” (Cartago debe ser destruida). Por lo mismo, debemos repetir una y otra vez que no recuperaremos la senda del crecimiento y el empleo hasta que apostemos por las empresas y los emprendedores. Para ello, hay que generar un marco entorno social, legal y tributario adecuado. Pero, sobre todo, debemos mejorar el reconocimiento social del empresario y combatir algunos de los rasgos más desmotivadores de nuestra cultura: la aversión al riesgo y la penalización excesiva del fracaso. Debemos reinterpretar el fracaso como una lección valiosa y dictar medidas que permitan las segundas oportunidades, porque nadie se levanta sin haber caído antes.

No es aceptable que las consecuencias del fracaso de un banquero, un político o un alto ejecutivo sea una indemnización millonaria o un suculento puesto en un Consejo de Administración, mientras que el de un empresario sea la ruina y el descrédito suyo y de toda su familia. Como explica la ciencia, el cerebro del homínido rechaza la incertidumbre porque genera ansiedad, castiga el sistema inmunológico y lo hace más proclive a la enfermedad y la muerte. Esto explica que hayamos inventado la religión, la poesía o la ciencia: para entender el mundo.

Creo que existen dos tipos de personas: los funcioneros, que se contentan con asumir funciones, y los misionarios, que en su puesto de trabajo ven una misión, una puerta abierta a las oportunidades. El homínido que más tolera la incertidumbre es seguramente el empresario (y el que menos, el ejecutivo o el bancario con contratos blindados).

No se trata de que todo el mundo se convierta en emprendedor empresario, sino en defender un concepto de emprendimiento que haga que cada individuo pueda alcanzar el límite de sus posibilidades, de lo mejor de sí mismo, aportando valor a la sociedad desde el puesto que ocupe –cualquiera que sea: empleado, funcionario o empresario-.

Es evidente que no todo el mundo puede ser empresario, y cabe incluso que esto sea una trampa de los poderosos: millones de pequeños autónomos, sin derechos ni capacidad de negociación, reivindicación o defensa frente al Gobierno o las grandes empresas. Por eso debemos migrar hacia una sociedad del emprendimiento total, recuperar el sentido de misión en nuestras vidas y en nuestro país.

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